divendres, 3 de febrer del 2023

Lágrimas de Sal - Capítulo I

 Os dejo el primer capítulo de Lágrimas de Sal. Espero que os guste.



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Capítulo I

 

A la orilla de la mar

 

        Cuando Arnau vio la luz todos tuvieron claro que sería un niño diferente. Era un veintinueve de junio, festividad de San Pedro, patrón de los pescadores. Herminia cumplía los ocho meses de embarazo. A pesar del prominente vientre, cuando las embarcaciones atracaron en el puerto, no faltó a recoger su parte de morralla para venderla y sacarse unos duros de más, que ayudarían a la familia a poder pasar la semana sin tantas penurias.

Saltó a cubierta de la barca de su marido. Con el esfuerzo rompió aguas y el parto se precipitó. No hubo tiempo de recreación. El primogénito nació sobre las tablas ameradas en sal y consumidas por el sol, de la Verge del Mar, entre escamas y miles de gaviotas que aclamaban el acontecimiento.

 

 

Años después…

 

        Su mundo era otro, un universo peculiar repleto de ilusión y magia, de agua y luz, de sol y lluvia, de viento y… le gustaba tanto escuchar los aullidos del viento lamiendo las tejas del campanario, al atardecer.

         

Había oído tantas veces aquellos canturreos, que ni tan siquiera prestaba atención:

          —Uno por nueve, nueve, dos por nueve, dieciocho…

          El maestro Romeu todavía no había cumplido los cuarenta, pero aparentaba tener muchos más. Era un hombre más bien regordete, de cara grasienta —como untada de aceite—, escaso cabello, bigote poblado y afilado, gafas de culo de vaso y una voz grave y ronca; como de haber fumado habanos durante años, sin expulsar el humo de la garganta. Extremadamente pulcro, siempre lucía zapatos negros de cordones, con un lustre reciente y corbata oscura, perfectamente planchada. El personaje, aleccionaba constantemente a sus alumnos en el hecho de que un hombre para ser respetado debía tener claros tres conceptos básicos: soportar el calor de una americana perfectamente abrochada, lucir siempre y sin excepción una buena corbata y ser un perfecto caballero con las damas. La verdad es que aquello desentonaba bastante en un mundo de hedor a pescado. Los habitantes del pueblo lo tenían por un erudito. Podía disertar sobre cualquier tema que se le plantease y nunca encontró a nadie que pudiera rebatir sus teorías, exquisitamente argumentadas. Durante años había culturizado a la mayoría de la población —hasta donde se podía o le dejaban—, ganándose así el respeto sus habitantes y el trato de «señor don Romeu». Aunque se manejaba bastante bien con los niños, nunca se casó. Las lenguas viperinas largaban que no había sido por falta de ganas, el motivo principal era que aquel hombre altivo y con ciertos aires de prepotencia, no podía rebajarse a compartir la vida con una mujer de escasa cultura que pudiera embrutecer su prestigio.

          Durante un tiempo fue público que se solía ver a escondidas con Lisa: una joven morena, de ojos azules, hija de Sisco del Estret; marinero de escasos recursos. Según la gente del pueblo, aquella joven no encajaba con el maestro Romeu, básicamente por el léxico soez con el que se manejaba y del que además presumía. Era una mujer de carácter fuerte y temperamental que, decían las malas lenguas, trasladaba también al lecho. Aquella era el arma fundamental que desenfundaba para atraer al maestro. A pesar de mostrar un aspecto de hombre seguro de sí mismo no fue capaz de enfrentarse a las charlatanerías y la relación nunca cuajó.

 

 

        —¡Arnau, se lo ruego, haga el favor de estar atento!

          Arnau Rovira, ni tan siquiera le oía. Su mirada se perdía en el horizonte, intuía que pronto vería aparecer la silueta de la Verge del mar. El viento era favorable. Una ligera brisa de sureste apuntaba directamente al campanario de la iglesia, que quebraba el dibujo de un pueblo de casitas bajas de un blanco perfecto. A pesar de tener tan solo nueve años había aprendido que cuando se daba esta circunstancia no transcurrían demasiadas jornadas hasta que las barcas arribaban a puerto.

          El Xarlet[1] —apodo con el que se conocía al chico, por sus dotes para capturar peces—, pasaba más horas mirando a través de los sucios y descuidados ventanales que daban al puerto, que controlando la pizarra del maestro Romeu. Aun así, era de los más avispados de la clase y no perdía ocasión para demostrarlo. Se había ganado la simpatía del profesor y la antipatía de buena parte de los alumnos con los que compartía el aula.

          La escuela —que tan solo era una clase—, tampoco ayudaba demasiado a concentrarse. Era una habitación de unos cincuenta metros cuadrados, bastante abandonada. Se podía intuir que un día las paredes habían sido verdes, aunque las enormes manchas de humedad las habían transmutado en un marrón triste y apagado. El fuerte hedor a pescado inundaba la estancia. Estaba situada justo arriba de la lonja donde se subastaban las capturas. Únicamente la dignificaban los dos enormes ventanales que parecían abiertos al mundo, desentonando con el resto. Le daban una claridad que se proyectaba desde el mar al techo, a pesar de la sal incrustada en los cristales.

          Arnau no aparentaba la edad que tenía, parecía más maduro. La sobriedad de su familia se reflejaba en la mirada; mostraba el azul del mar tatuado en ella. Los cabellos rubios, quemados por el sol y escasamente limpios, le daban un aire pícaro, que no era del todo incierto. Hizo suyas aquellas palabras que el padre siempre le decía: “Pequeño, llevas la sal de la mar en las venas”. Él, las repetía hasta la saciedad cada vez que alguien le preguntaba qué quería ser de mayor. Junto a su padre siempre se sentía importante.

          —¿Arnau, es que no me oye? —repitió el señor Romeu.

          El Xarlet, ignorando al profesor, lanzó la vista hacia un pequeño grupo de mujeres que bajaban con cubos colgados del brazo, alteradas y de forma apresurada. Ni la distancia, ni el hecho de que todas vistiesen de negro —en honor a los familiares difuntos—, pudieron impedir que reconociera a su madre.

          Herminia Giralt era una mujer de talla baja y pocas carnes, a la que la vida no había obsequiado con demasiada salud. Una pulmonía mal curada a la temprana edad de diez años, marcó su corta y despiadada existencia. No se lo merecía, siempre había sido una buena mujer. Las enfermedades pulmonares, por desgracia, se convirtieron en rutinarias. El humo de la chimenea de la vivienda acabó de complicar aquella afección. El Xarlet, la oía toser a menudo y a veces la sorprendía escupiendo sangre a escondidas. Aunque por su físico aparentaba ser una mujer débil, nada más lejos de la realidad. Era una hembra fuerte, de la que nunca oyó un quejido, ni uno; ni tan siquiera nadie pudo adivinar lágrimas contenidas. A él le parecía muy bonita; espectacularmente preciosa. Su rostro le recordaba el de aquellas mujeres indias que se detallaban en algunos de los cuentos que el señor Romeu les obligaba a leer. Una cabellera espesa, negro azabache, ojos impenetrables como una noche sin luna y labios voluptuosos como cerezas maduras. Tenía veintisiete años, pero sus hábitos en el vestir la envejecían. No la recordaba con otro color que no fuera el negro y sin el pañuelo que ocultaba su preciosa cabellera; no lo podía entender. Le preguntó el motivo por el cual había elegido aquel triste color y la mujer le explicó que a veces la vida decide por ti y no puedes hacer nada al respecto. Le relató que todo había empezado justo al cumplir los veinte años; murió el abuelo Manel. Más tarde los dejó la abuela Rogelia, después la Quimeta y así llegaron a la despedida del abuelo Arnau, que hacía poco más de un año se había reunido con la abuela y ella tenía la obligación de seguir manteniendo el luto.

          Los pocos recursos de la familia obligaron a Herminia a aprender a remendar las redes y hacer de ello su oficio. Los enganches de los aparejos de la Verge del mar en las rocas eran constantes —solían arriesgar y pasar lo más cerca posible—. Gracias a su trabajo ahorraban un dinero en reparaciones. El chico, en cuanto tenía un momento se entretenía bobinando las agujas con hilo para ganar tiempo y las iba apilando en un cajón de madera que su padre guardaba bajo la cama. Le encantaba pensar que una parte de las capturas las obtenían gracias al trabajo que él aportaba. En el cajón guardaba una navaja plegable con el mango de madera, que el chico contemplaba embelesado. Soñaba en que algún día tendría una de su propiedad; sería la señal de que se habría hecho mayor.

          —¡Arnauuuuu! ¡Quiere hacer el favor de mirarme a la cara!

          Pero el chaval, como si le hubieran prendido fuego bajo la silla, se alzó de forma mecánica.

          —¡Ya están aquí!

          Repleto de una felicidad indescriptible, cruzó la sala ignorando a los presentes y saltó al estrecho callejón que daba acceso al aula, dando un sonoro portazo que provocó que el anciano cristo que presidía la estancia se tambaleara.

          El aire fresco del sureste lo empujó hacia las escaleras que daban al puerto natural. Sesenta y cinco escalones. Los había bajado tantas veces que sabía perfectamente que eran sesenta y cinco, esculpidos en la misma roca. Sabía también que cuando llegaba al treinta y cuatro debía ir con mucho cuidado, era un palmo más estrecho que el resto y a veces lo ayudaba a bajarlos todos de golpe. Era curioso, nunca supo el porqué del nombre de calle del Sol si aquel era el único lugar del pueblo donde el astro rey no tenía permiso para entrar.

          Desde la parte superior del puerto —conocida como punta de levante—, en la lejanía, se divisaban perfectamente las siluetas de las barcas. El Xarlet, hubiera podido distinguir la Verge del mar entre mil.

          Herminia, como de costumbre, desvió la mirada hacia dicha punta; no tenía duda algún:  allí encontraría a su zagal.

          —¡Arnau! ¡Hijo mío, estamos aquí! ¡Ya llegan! —exclamó su madre.

          Inició el descenso de los escalones de dos en dos y, haciendo gala de su apodo, prácticamente volaba.

          El gentío empezaba a arremolinarse en la playa, donde varaban las embarcaciones. Era un pueblo pequeño y con el viento las voces se propagaban con rapidez. La curiosidad atraía a propios y extraños que se congregaban cerca de la arena para contemplar la entrada de las barcas a puerto. Con el revuelo, aprovechaban para intentar conseguir alguna caballa, media docena de sardinas o un par de jureles para asar. A pesar de ser villa de pescadores, no siempre podían comer pescado fresco.

          Entre los curiosos, tampoco faltaban las apuestas.

          —¿Qué nos jugamos a que L’escrita traerá más capturas que la Verge del mar? —comentaba el propietario de la tienda del colmado.

          Pero el párroco, mossèn Cinto, defendía, como no podía ser de otra manera —por el nombre que lucía—, que la Verge del mar, forzosamente sería la puntera. Arnau, siempre que escuchaba aquel tipo de rivalidades se calentaba como un fogón, poniendo verde a cualquiera que pusiera en duda que la embarcación de su padre destacaría entre el resto.

          Una vez superados los escalones comenzó a correr en dirección a la playa. Aún le parecía escuchar de fondo los gritos del maestro Romeu: no mostró la más mínima intención de girarse. Galopaba a tal velocidad que cada vez que golpeaba el suelo con las alpargatas levantaba una inmensa polvareda que justo le permitía respirar. El hedor a orines se mezclaba con el olorcillo del arroz sofrito, dando como resultado una esencia tan peculiar que nunca supo definir, aunque la hubiera podido distinguir entre centenares. De repente, un gato negro se le cruzó sin darle tiempo a maniobrar y embarrancando al animal cayó de tal forma que su minúscula nariz dibujó un surco en la arena. Se levantó y el gato, como por arte de magia, había desaparecido. Rodillas y manos eran una mezcla viscosa de sangre y arena que chorreaba de la nueva herida de guerra. Habían transcurrido tan solo unos segundos del accidente, cuando el ensordecedor griterío de las gaviotas sobrevolando los muros del puerto lo alertaron. La imagen era irrepetible… siempre fue irrepetible. Las aves eran las trompas que anunciaban la llegada de los guerreros del mar. Un símbolo inequívoco que las barcas entraban repletas de pescado. El revoloteo en círculos de las gaviotas y los chillidos le recordaban a las historias sobre los buitres rondando la muerte de algún animal, que les explicaba el maestro Romeu.

          La postal era preciosa. Un cielo turquesa arañado por nubes rojizas que se desplazaban de sur a norte y cientos de aves marinas desplegando alas, dejándose llevar por la majestuosidad del momento.

          Se le iluminaron los ojos: en la bocana del puerto adivinó una proa recta y estrecha, como el filo de un cuchillo. El azul marino la delataba: era la Verge del mar. En la popa, de pie, podía definir la silueta de su padre; un hombre fuerte y de poca estatura, al cual el Xarlet idolatraba.

 

         

        Josep Rovira había nacido en aquel mismo pueblo, hacía treinta y nueve años. Era un varón duro y trabajador, que jamás conoció otra cosa que no fueran: redes, aparejos, barcas y pescado. El mar le había curtido el rostro, gravando en él profundos surcos que le daban un aire de seriedad. Los ojos celestes, como los de su hijo, empapaban de calidez la mirada triste y melancólica. Los cabellos blanquecinos, de mar en mistral severo, le otorgaban personalidad y sabiduría. Perder a sus padres a temprana edad lo habían espabilado y sus cinco sentidos estaban alerta las veinticuatro horas del día.

          Conoció a Herminia cuando todavía era un crío, ni tan siquiera podía recordar el año; había transcurrido demasiado tiempo. Por aquel entonces la pequeña de los Giralt era una joven preciosa y Josep tuvo que utilizar toda su astucia para ser el elegido de entre más de cinco candidatos. En el grupo estaba Miquel del Orellut, hijo de Lluís Pascual, el hombre más poderoso del pueblo; pero en las luchas amorosas las fortunas casi nunca decantan la balanza. A Josep todos lo conocían por su apodo: Xatrac[2], de aquí que a Arnau le llamaran Xarlet, que es una gaviota de pequeño tamaño, pero no menos astuta que el alcatraz.

          A pesar de su apariencia ruda, el Xatrac, era una persona dulce con los suyos. Le encantaba contar historias de aventuras cerca de la lumbre y nunca había ahorrado en elogios hacia su mujer y sus dos hijos; no obstante, tenía una especial predilección por Arnau. María Antonieta era la pequeña de la casa. Con sus cinco añitos ya bobinaba las agujas de coser redes como nadie. Todos decían que se parecía notablemente a la madre, seguramente por su larga cabellera negra y la oscuridad de sus ojos. A la pequeña, le encantaba escuchar los cuentos del padre y al anochecer esperaba impaciente su llegada. La solían sacar poco de casa. Sin duda alguna su día preferido era el lunes, cuando Herminia se la llevaba a hacer la compra al mercado de la Plaza Mayor, que estaba situada en el mismo centro del pueblo. La configuraban: una enorme explanada de tierra delimitada por la iglesia, el Ayuntamiento, una sencilla Casa Cuartel de la Guardia Civil, el colmado de la Mercè y media docena de viviendas propiedad de los más adinerados del municipio. Decían que por la casa más barata de la plaza se habían pagado más de diez mil pesetas. Siempre la custodiaba el Pelut, un perro al que no se le conocían padres y había crecido como parte del pueblo. No era propiedad de nadie y a la vez pertenecía todos. Su asemejaba a un cruce de podenco de talla mediana, ágil como una gineta, al que le costaba bien poco ganarse la simpatía del más esquivo de los humanos. Su padre le había explicado que el Pelut era respetado por todo el pueblo porque había sido el único superviviente del naufragio de L’Esperança. Según decían, era una pequeña embarcación de cinco metros de eslora dedicada a la pesca del palangre. La tripulación, integrada por los tres hermanos Domènech: Fidel, Carles y el Josep María, habían adoptado al Pelut, siendo cachorro. Un día apareció sin más en la finca de olivos que Carles tenía a pocos quilómetros de la población. Desde el primer momento fue considerado uno más de la tripulación y el animal se convirtió en un auténtico lobo de mar. Decían que llegaba a predecir el tiempo y que la noche anterior a la llegada de grandes temporales aullaba ansiosamente para dar la voz de alarma y alertar así a sus protectores. El simpático can nunca erraba.

          Una noche fría de invierno, de aquellas que entumecen las falanges y el alma, L’Esperança y L’avi Miquel faenaban orla con orla. Cerca de la desembocadura del río fueron sorprendidos por una aterradora tempestad. Las corrientes violentas de la zona arrastraron a las embarcaciones hasta un banco de arena, donde las olas rompían con fuerza entre la lluvia y el viento de levante.

          Sin previo aviso, se comenzaron a formar tornados por todas partes. Decían, que una de aquellas terroríficas mangas de agua succionó a L’Esperança y la hizo naufragar. Toda la tripulación, incluido el Pelut, quedaron en medio de aquel infierno de relámpagos, granizo y tenebrosa oscuridad. Cuentan, que el patrón de L’avi Miquel pudo distinguir entre la penumbra como el Pelut intentaba arrastrar a Carles, inconsciente, hasta la orilla. Parecía como si quisiera devolverle el favor que un día él le hizo adoptándolo. Los marineros de L’avi Miquel no pudieron hacer nada al respecto, a pesar de intentarlo sin descanso. Ni las condiciones climatológicas adversas ni la oscuridad se lo permitieron. A los cinco días de la tragedia, cuando todos daban por desaparecida a la tripulación, relatan que el Pelut llegó al pueblo completamente deshidratado. Se tumbó en medio de la Plaza Mayor aullando sin consuelo hasta conseguir que Aureli de Cal Maño se le acercara. El Pelut, se levantó y empezó a caminar cerciorándose que el hombre seguía sus pasos. Cuando este se paraba él lo imitaba. Así repetía la acción una y otra vez hasta que aquel calero[3] tuvo claro que el Pelut lo estaba guiando hacia algún lugar.

          Anduvieron juntos más de treinta kilómetros hasta llegar a una minúscula cala cerca del delta del río donde medio oculto por la arena localizaron el cuerpo sin vida de Carles. Su dueño pudo ser enterrado en paz junto a los suyos. Con los restos de L’Esperança construyeron el féretro, la cruz que presidía la tumba y una casita para el Pelut en una esquina de la plaza. Desde aquel día el perro se convirtió en la mascota del pueblo.

          Arnau nunca acababa de creerse aquellas historias, pero le encantaba escucharlas explicadas en boca de su padre.

         

        La Verge del mar entraba a puerto. No tenía más de ocho metros de eslora, pero a Arnau le parecía el Titánic. Una proa esbelta de madera de Guinea cortaba el mar en dirección a la playa. Hacía bastantes años que habían pintado toda la obra muerta[4] de azul marino. El Xatrac argumentaba que aquel color era más sufrido: la embarcación parecía más limpia. No obstante, la cubierta siempre la pintaban de blanco, reflejaba el calor del sol y por tanto evitaba las quemaduras en los pies descalzos.

          En la proa, el tío Vicent preparaba el cabo para amarrar al tocar tierra. Era un hombre delgado como una anguila, de pómulos huesudos y barba dejada; casi siempre llevaba puesta la gorra de capitán para ocultar los cuatro pelos mal contados que le quedaban. El padre de Arnau bromeaba con el asunto, decía que los capitanes de barco suelen tener más cabello y más barriga.

          El chaval, sudado como un lechón, finalmente pudo llegar a la playa. Sin perder un minuto se sacó las alpargatas y metiendo los pies en el agua empezó a gritar como un poseso.

          —¡Tío! ¡Tío! ¡Tío!, el cabo, ¡lánzame el cabo!

          —¡Aparta Arnau, que va!

          —Lánzalo, no te preocupes yo lo amarro.

          —¡Ojo, que va!

          Con una potente brazada el tío Vicent lanzó el cabo hacia Arnau impactando este de lleno contra su pecho provocando la caída del Xarlet y con ella las risas ofensivas de los presentes. El chico, totalmente mojado, se levantó enrojecido cual langostino. Como si no hubiera sucedido percance alguno y sin mirar a nadie lo amarró al noray más cercano mostrando una sonrisa pícara, como diciéndoles «aquí es donde se ve a los marineros de verdad».

          El padre saltó a tierra y abrazó con tal fuerza a su hijo que este pensaba que moriría ahogado; pero le gustaba tanto aquel instante que aun sabiendo que podría fallecer nunca lo hubiera rechazado.

          Sin haber visto el pescado, tan solo por el olor que le llegaba, podía intuir que las capturas habían sido importantes.

          —¿Qué tal ha ido la pesca, papá?

          —¿A ti que te parece, hijo?

          —Pues, que hay bastante pescado azul y por el olor a sangre diría que son atunes.

          —Eres más listo que el hambre. Sí Arnau, son atunes.

          —¿Muy grandes, papa?

          —Entre ocho y diez kilos.

          El Xarlet, totalmente satisfecho resopló y con una sonrisa en los labios le dijo:

          —Eres el mejor, papá. Nadie puede hacerte sombra.

          El hombre, con las manos rugosas y repletas de escamas, le acarició la cabeza como si fuera la primera vez.


 



[1] Nombre con el que se conoce a la Golondrina de mar, en L’Ametlla de Mar.

[2] Alcatraz.

[3] Gentilicio de los habitantes de l’Ametlla de Mar.

[4] Parte de la embarcación que sobresale del agua.


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