CAPÍTULO I
SIRENAS
Barcelona, 1 de agosto de 1997.
A pesar de la corta edad, hay momentos
concretos de la niñez que a uno le acompañan para siempre torturándolo sin
piedad y, aun queriendo, por mucho que se esfuerce, no pueden borrarse ni con
el paso de los años.
El día, extrañamente,
era frío y de un gris intenso, como si quisiera vaticinar que algo malo podía
suceder. Padre, revisaba los niveles del viejo Citröen Saxo que había adquirido el año anterior. No tenía quejas,
esta vez parecía haber acertado, el vehículo funcionaba como un reloj suizo.
Madre, terminaba de preparar las maletas al tiempo que capeaba las
intromisiones de mi hermana mayor, atrapada en las mazmorras de la adolescencia
pidiendo constantemente atención. En aquellos tiempos se quejaba por todo, la
convivencia con la rebelde no era nada fácil. Sonaba un vinilo de Eros
Ramazzotti, como casi siempre. Madre, tarareaba una y otra vez La cosa más
bella, hecho que revolucionaba todavía más las hormonas de mi querida
hermana; ella era de Celtas Cortos y no soportaba al italiano. Yo, en vacaciones,
era feliz. El hecho de reunirnos con los abuelos —que vivían en Vinaroz—, ver
de nuevo a mis amigos del pueblo, poder patear las calles con ellos, robarle un
inocente piquito a la Lourdes, pescar o simplemente tomar el sol en la playa,
era todo lo que necesitaba en mi vida. En estos momentos, sin pensarlo
demasiado, daría todo lo que tengo por volver a aquellos días.
Estaba nervioso, no
quería olvidarme nada: la caña de pescar, el balón de la suerte, el saco de
canicas, un par de libros del Capitán Trueno, unos cuadernillos Rubio… y los
deberes: si me los dejaba no había opción al resto de planes.
Padre, lo tenía todo
dispuesto: el vehículo a punto y la baca a rebosar; a mí me recordaba la Torre
de Pisa; nadie entendía cómo aquellos trastos podían mantener el equilibrio.
—¡Todos al coche!,
venga que en esta familia no hay forma de arrancar —vociferó padre, mientras
intentaba ordenar el maletero para que cupiera la última bolsa. Le notaba
alterado.
Justo al arrancar el
vehículo empezó a lloviznar. El humo de los cigarrillos que padre consumía, sin
medida, se hacía insoportable. Ese día estaba más irritable, como cuando
llegaba a altas horas de la madrugada y discutía con madre. Mi hermana y yo nos
entreteníamos chinchándonos el uno al otro, hasta que madre lanzaba por
sorpresa su largo brazo e impactaba con violencia en el rostro más próximo. El
silencio no perduraba demasiado. Es ahora cuando reconozco que no se lo
poníamos nada fácil, a padre, para no perder la concentración.
Tomamos la AP7, iba a
rebosar. El tráfico denso no permitía avanzar a la velocidad deseada. El viaje
se intuía largo. El tiempo empeoraba. La lluvia era ya un diluvio; el limpia no
daba abasto en expulsar la cortina de agua que se suicidaba contra la luna
delantera. Padre, se aproximaba al cristal como si ganando esos centímetros
pudiera ver algo mejor. Era un hombre prudente en la carretera, especialmente
cuando los pasajeros éramos nosotros. Madre, seguía enfrascada en la lectura
del Hola; le encantaban los
cuchicheos de la prensa rosa. A medida que nos íbamos alejando de la urbe, el
tráfico se hacía más fluido. Al llegar a la altura de Cambrils, la visión del
asfalto era prácticamente nula; padre esforzaba la vista achicando los ojos y
resoplando como un toro bravo a punto de embestir. Hubiera querido parar, pero
después de calibrar las opciones llegó a la conclusión que era más peligroso
detenerse en el arcén, que no seguir la marcha.
De repente, apareció
un vehículo rojo que circulaba por el carril de aceleración a una velocidad endiablada;
intentaba incorporarse a la vía. Padre, puso el intermitente para desplazarse
al carril exterior y darle paso, cuando advirtió que un tres ejes enorme, le
estaba adelantando. Intentó una maniobra evasiva.
—¡Sujetaos! —ordenó—,
mientras se aferraba con fuerza al volante sin apartar la vista del retrovisor.
El impacto fue
brutal. El vehículo rojo se encastó contra el lateral derecho del Citröen. Sólo recuerdo un ensordecedor
estruendo, agua, frío intenso, voces y sirenas.
Cuando desperté, con
la boca pastosa y un olor desagradable que me agobiaba, me extrañó no ver a mis
padres en la habitación del hospital. Eran los abuelos por parte de madre quien
custodiaban la cama; los de parte de padre habían fallecido hacía unos años.
Estuve muchos días postrado en aquel camastro; no podría decir cuántos. Aunque
pregunté una y mil veces por ellos, nunca contestaron; rápidamente desviaban la
conversación a temas banales.
Una mañana se abrió la puerta de la habitación
y apareció lo que quedaba de mi padre. Estaba demacrado, parecía que hubiera
transcurrido una eternidad. Andaba con dificultad y sus ojos, engullidos en lo
más hondo de las cavidades, me transmitían que había huido lejos, muy lejos.
Mis abuelos —siempre al pie del cañón—, sin mediar palabra y cabizbajos,
salieron del cuarto. Fue entonces cuando sentado al pie de la cama, padre, me
dijo que mi hermana y madre habían fallecido, su cuerpo se encogió hasta casi
desaparecer.
No fue hasta unos
años después que padre me confesó que el joven del vehículo rojo —que, según
él, dio positivo en el control de alcoholemia—, salió prácticamente ileso del
choque.
A veces, sobrevivir
es mucho más complicado que perder la vida. De forma incomprensible, supongo
que gravemente afectados por las pérdidas, mis abuelos nunca más pasaron por
casa. Me llamaban una vez por semana, para saber de mí; sus voces se
debilitaban a cada conversación. A los pocos meses murió la abuela Teresa; su
corazón no soportó la terrible penitencia de perder a una hija y una nieta; el
sufrimiento acabó con ella. Al año, el abuelo Teo falleció de pena. Tan solo me
quedaba padre. Su carácter cambió por completo. Aquel hombre rudo y retraído,
supo hacer de madre, de psicólogo y de amigo, pero mi infancia se había perdido
entre la lluvia de aquel desgraciado agosto.
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