Os dejo el primer capítulo de Lágrimas de Sal. Espero que os guste.
Capítulo I
A
la orilla de la mar
Cuando
Arnau vio la luz todos tuvieron claro que sería un niño diferente. Era un
veintinueve de junio, festividad de San Pedro, patrón de los pescadores.
Herminia cumplía los ocho meses de embarazo. A pesar del prominente vientre,
cuando las embarcaciones atracaron en el puerto, no faltó a recoger su parte de
morralla para venderla y sacarse unos duros de más, que ayudarían a la familia
a poder pasar la semana sin tantas penurias.
Saltó a cubierta de la barca de su marido.
Con el esfuerzo rompió aguas y el parto se precipitó. No hubo tiempo de
recreación. El primogénito nació sobre las tablas ameradas en sal y consumidas
por el sol, de la Verge del Mar, entre escamas y miles de gaviotas que
aclamaban el acontecimiento.
Años
después…
Su
mundo era otro, un universo peculiar repleto de ilusión y magia, de agua y luz,
de sol y lluvia, de viento y… le gustaba tanto escuchar los aullidos del viento
lamiendo las tejas del campanario, al atardecer.
Había oído tantas veces aquellos
canturreos, que ni tan siquiera prestaba atención:
—Uno por nueve, nueve, dos por nueve,
dieciocho…
El maestro Romeu todavía no había
cumplido los cuarenta, pero aparentaba tener muchos más. Era un hombre más bien
regordete, de cara grasienta —como untada de aceite—, escaso cabello, bigote
poblado y afilado, gafas de culo de vaso y una voz grave y ronca; como de haber
fumado habanos durante años, sin expulsar el humo de la garganta.
Extremadamente pulcro, siempre lucía zapatos negros de cordones, con un lustre
reciente y corbata oscura, perfectamente planchada. El personaje, aleccionaba
constantemente a sus alumnos en el hecho de que un hombre para ser respetado
debía tener claros tres conceptos básicos: soportar el calor de una americana
perfectamente abrochada, lucir siempre y sin excepción una buena corbata y ser
un perfecto caballero con las damas. La verdad es que aquello desentonaba
bastante en un mundo de hedor a pescado. Los habitantes del pueblo lo tenían
por un erudito. Podía disertar sobre cualquier tema que se le plantease y nunca
encontró a nadie que pudiera rebatir sus teorías, exquisitamente argumentadas.
Durante años había culturizado a la mayoría de la población —hasta donde se
podía o le dejaban—, ganándose así el respeto sus habitantes y el trato de
«señor don Romeu». Aunque se manejaba bastante bien con los niños, nunca se
casó. Las lenguas viperinas largaban que no había sido por falta de ganas, el
motivo principal era que aquel hombre altivo y con ciertos aires de
prepotencia, no podía rebajarse a compartir la vida con una mujer de escasa
cultura que pudiera embrutecer su prestigio.
Durante un tiempo fue público que se
solía ver a escondidas con Lisa: una joven morena, de ojos azules, hija de
Sisco del Estret; marinero de escasos recursos. Según la gente del pueblo,
aquella joven no encajaba con el maestro Romeu, básicamente por el léxico soez
con el que se manejaba y del que además presumía. Era una mujer de carácter
fuerte y temperamental que, decían las malas lenguas, trasladaba también al
lecho. Aquella era el arma fundamental que desenfundaba para atraer al maestro.
A pesar de mostrar un aspecto de hombre seguro de sí mismo no fue capaz de
enfrentarse a las charlatanerías y la relación nunca cuajó.
—¡Arnau,
se lo ruego, haga el favor de estar atento!
Arnau Rovira, ni tan siquiera le oía.
Su mirada se perdía en el horizonte, intuía que pronto vería aparecer la
silueta de la Verge del mar. El viento era favorable. Una ligera brisa
de sureste apuntaba directamente al campanario de la iglesia, que quebraba el
dibujo de un pueblo de casitas bajas de un blanco perfecto. A pesar de tener
tan solo nueve años había aprendido que cuando se daba esta circunstancia no
transcurrían demasiadas jornadas hasta que las barcas arribaban a puerto.
El Xarlet[1]
—apodo con el que se conocía al chico, por sus dotes para capturar peces—,
pasaba más horas mirando a través de los sucios y descuidados ventanales que
daban al puerto, que controlando la pizarra del maestro Romeu. Aun así, era de
los más avispados de la clase y no perdía ocasión para demostrarlo. Se había
ganado la simpatía del profesor y la antipatía de buena parte de los alumnos
con los que compartía el aula.
La escuela —que tan solo era una
clase—, tampoco ayudaba demasiado a concentrarse. Era una habitación de unos
cincuenta metros cuadrados, bastante abandonada. Se podía intuir que un día las
paredes habían sido verdes, aunque las enormes manchas de humedad las habían
transmutado en un marrón triste y apagado. El fuerte hedor a pescado inundaba
la estancia. Estaba situada justo arriba de la lonja donde se subastaban las
capturas. Únicamente la dignificaban los dos enormes ventanales que parecían
abiertos al mundo, desentonando con el resto. Le daban una claridad que se
proyectaba desde el mar al techo, a pesar de la sal incrustada en los
cristales.
Arnau no aparentaba la edad que tenía,
parecía más maduro. La sobriedad de su familia se reflejaba en la mirada;
mostraba el azul del mar tatuado en ella. Los cabellos rubios, quemados por el
sol y escasamente limpios, le daban un aire pícaro, que no era del todo
incierto. Hizo suyas aquellas palabras que el padre siempre le decía: “Pequeño,
llevas la sal de la mar en las venas”. Él, las repetía hasta la saciedad
cada vez que alguien le preguntaba qué quería ser de mayor. Junto a su padre
siempre se sentía importante.
—¿Arnau, es que no me oye? —repitió el
señor Romeu.
El Xarlet, ignorando al profesor,
lanzó la vista hacia un pequeño grupo de mujeres que bajaban con cubos colgados
del brazo, alteradas y de forma apresurada. Ni la distancia, ni el hecho de que
todas vistiesen de negro —en honor a los familiares difuntos—, pudieron impedir
que reconociera a su madre.
Herminia Giralt era una mujer de talla
baja y pocas carnes, a la que la vida no había obsequiado con demasiada salud.
Una pulmonía mal curada a la temprana edad de diez años, marcó su corta y
despiadada existencia. No se lo merecía, siempre había sido una buena mujer.
Las enfermedades pulmonares, por desgracia, se convirtieron en rutinarias. El
humo de la chimenea de la vivienda acabó de complicar aquella afección. El
Xarlet, la oía toser a menudo y a veces la sorprendía escupiendo sangre a
escondidas. Aunque por su físico aparentaba ser una mujer débil, nada más lejos
de la realidad. Era una hembra fuerte, de la que nunca oyó un quejido, ni uno;
ni tan siquiera nadie pudo adivinar lágrimas contenidas. A él le parecía muy
bonita; espectacularmente preciosa. Su rostro le recordaba el de aquellas
mujeres indias que se detallaban en algunos de los cuentos que el señor Romeu
les obligaba a leer. Una cabellera espesa, negro azabache, ojos impenetrables
como una noche sin luna y labios voluptuosos como cerezas maduras. Tenía
veintisiete años, pero sus hábitos en el vestir la envejecían. No la recordaba
con otro color que no fuera el negro y sin el pañuelo que ocultaba su preciosa
cabellera; no lo podía entender. Le preguntó el motivo por el cual había
elegido aquel triste color y la mujer le explicó que a veces la vida decide por
ti y no puedes hacer nada al respecto. Le relató que todo había empezado justo
al cumplir los veinte años; murió el abuelo Manel. Más tarde los dejó la abuela
Rogelia, después la Quimeta y así llegaron a la despedida del abuelo Arnau, que
hacía poco más de un año se había reunido con la abuela y ella tenía la
obligación de seguir manteniendo el luto.
Los pocos recursos de la familia
obligaron a Herminia a aprender a remendar las redes y hacer de ello su oficio.
Los enganches de los aparejos de la Verge del mar en las rocas eran
constantes —solían arriesgar y pasar lo más cerca posible—. Gracias a su
trabajo ahorraban un dinero en reparaciones. El chico, en cuanto tenía un
momento se entretenía bobinando las agujas con hilo para ganar tiempo y las iba
apilando en un cajón de madera que su padre guardaba bajo la cama. Le encantaba
pensar que una parte de las capturas las obtenían gracias al trabajo que él aportaba.
En el cajón guardaba una navaja plegable con el mango de madera, que el chico
contemplaba embelesado. Soñaba en que algún día tendría una de su propiedad;
sería la señal de que se habría hecho mayor.
—¡Arnauuuuu! ¡Quiere hacer el favor de
mirarme a la cara!
Pero el chaval, como si le hubieran
prendido fuego bajo la silla, se alzó de forma mecánica.
—¡Ya están aquí!
Repleto de una felicidad
indescriptible, cruzó la sala ignorando a los presentes y saltó al estrecho
callejón que daba acceso al aula, dando un sonoro portazo que provocó que el
anciano cristo que presidía la estancia se tambaleara.
El aire fresco del sureste lo empujó
hacia las escaleras que daban al puerto natural. Sesenta y cinco escalones. Los
había bajado tantas veces que sabía perfectamente que eran sesenta y cinco,
esculpidos en la misma roca. Sabía también que cuando llegaba al treinta y
cuatro debía ir con mucho cuidado, era un palmo más estrecho que el resto y a
veces lo ayudaba a bajarlos todos de golpe. Era curioso, nunca supo el porqué
del nombre de calle del Sol si aquel era el único lugar del pueblo donde el
astro rey no tenía permiso para entrar.
Desde la parte superior del puerto
—conocida como punta de levante—, en la lejanía, se divisaban perfectamente las
siluetas de las barcas. El Xarlet, hubiera podido distinguir la Verge del
mar entre mil.
Herminia, como de costumbre, desvió la
mirada hacia dicha punta; no tenía duda algún: allí encontraría a su zagal.
—¡Arnau! ¡Hijo mío, estamos aquí! ¡Ya
llegan! —exclamó su madre.
Inició el descenso de los escalones de
dos en dos y, haciendo gala de su apodo, prácticamente volaba.
El gentío empezaba a arremolinarse en
la playa, donde varaban las embarcaciones. Era un pueblo pequeño y con el
viento las voces se propagaban con rapidez. La curiosidad atraía a propios y
extraños que se congregaban cerca de la arena para contemplar la entrada de las
barcas a puerto. Con el revuelo, aprovechaban para intentar conseguir alguna
caballa, media docena de sardinas o un par de jureles para asar. A pesar de ser
villa de pescadores, no siempre podían comer pescado fresco.
Entre los curiosos, tampoco faltaban
las apuestas.
—¿Qué nos jugamos a que L’escrita
traerá más capturas que la Verge del mar? —comentaba el propietario de
la tienda del colmado.
Pero el párroco, mossèn Cinto,
defendía, como no podía ser de otra manera —por el nombre que lucía—, que la Verge
del mar, forzosamente sería la puntera. Arnau, siempre que escuchaba aquel
tipo de rivalidades se calentaba como un fogón, poniendo verde a cualquiera que
pusiera en duda que la embarcación de su padre destacaría entre el resto.
Una vez superados los escalones
comenzó a correr en dirección a la playa. Aún le parecía escuchar de fondo los
gritos del maestro Romeu: no mostró la más mínima intención de girarse.
Galopaba a tal velocidad que cada vez que golpeaba el suelo con las alpargatas
levantaba una inmensa polvareda que justo le permitía respirar. El hedor a
orines se mezclaba con el olorcillo del arroz sofrito, dando como resultado una
esencia tan peculiar que nunca supo definir, aunque la hubiera podido
distinguir entre centenares. De repente, un gato negro se le cruzó sin darle
tiempo a maniobrar y embarrancando al animal cayó de tal forma que su minúscula
nariz dibujó un surco en la arena. Se levantó y el gato, como por arte de
magia, había desaparecido. Rodillas y manos eran una mezcla viscosa de sangre y
arena que chorreaba de la nueva herida de guerra. Habían transcurrido tan solo
unos segundos del accidente, cuando el ensordecedor griterío de las gaviotas
sobrevolando los muros del puerto lo alertaron. La imagen era irrepetible…
siempre fue irrepetible. Las aves eran las trompas que anunciaban la llegada de
los guerreros del mar. Un símbolo inequívoco que las barcas entraban repletas
de pescado. El revoloteo en círculos de las gaviotas y
los chillidos le recordaban a las historias sobre los buitres rondando
la muerte de algún animal, que les explicaba el maestro Romeu.
La postal era preciosa. Un cielo turquesa
arañado por nubes rojizas que se desplazaban de sur a norte y cientos de aves
marinas desplegando alas, dejándose llevar por la majestuosidad del momento.
Se le iluminaron los ojos: en la
bocana del puerto adivinó una proa recta y estrecha, como el filo de un
cuchillo. El azul marino la delataba: era la Verge del mar. En la popa,
de pie, podía definir la silueta de su padre; un hombre fuerte y de poca estatura,
al cual el Xarlet idolatraba.
Josep
Rovira había nacido en aquel mismo pueblo, hacía treinta y nueve años. Era un
varón duro y trabajador, que jamás conoció otra cosa que no fueran: redes,
aparejos, barcas y pescado. El mar le había curtido el rostro, gravando en él
profundos surcos que le daban un aire de seriedad. Los ojos celestes, como los
de su hijo, empapaban de calidez la mirada triste y melancólica. Los cabellos
blanquecinos, de mar en mistral severo, le otorgaban personalidad y sabiduría. Perder
a sus padres a temprana edad lo habían espabilado y sus cinco sentidos estaban
alerta las veinticuatro horas del día.
Conoció a Herminia cuando todavía era
un crío, ni tan siquiera podía recordar el año; había transcurrido demasiado
tiempo. Por aquel entonces la pequeña de los Giralt era una joven preciosa y
Josep tuvo que utilizar toda su astucia para ser el elegido de entre más de
cinco candidatos. En el grupo estaba Miquel del Orellut, hijo de Lluís Pascual,
el hombre más poderoso del pueblo; pero en las luchas amorosas las fortunas casi
nunca decantan la balanza. A Josep todos lo conocían por su apodo: Xatrac[2],
de aquí que a Arnau le llamaran Xarlet, que es una gaviota de pequeño tamaño,
pero no menos astuta que el alcatraz.
A pesar de su apariencia ruda, el
Xatrac, era una persona dulce con los suyos. Le encantaba contar historias de
aventuras cerca de la lumbre y nunca había ahorrado en elogios hacia su mujer y
sus dos hijos; no obstante, tenía una especial predilección por Arnau. María
Antonieta era la pequeña de la casa. Con sus cinco añitos ya bobinaba las
agujas de coser redes como nadie. Todos decían que se parecía notablemente a la
madre, seguramente por su larga cabellera negra y la oscuridad de sus ojos. A
la pequeña, le encantaba escuchar los cuentos del padre y al anochecer esperaba
impaciente su llegada. La solían sacar poco de casa. Sin duda alguna su día
preferido era el lunes, cuando Herminia se la llevaba a hacer la compra al
mercado de la Plaza Mayor, que estaba situada en el mismo centro del pueblo. La
configuraban: una enorme explanada de tierra delimitada por la iglesia, el
Ayuntamiento, una sencilla Casa Cuartel de la Guardia Civil, el colmado de la
Mercè y media docena de viviendas propiedad de los más adinerados del municipio.
Decían que por la casa más barata de la plaza se habían pagado más de diez mil
pesetas. Siempre la custodiaba el Pelut, un perro al que no se le conocían
padres y había crecido como parte del pueblo. No era propiedad de nadie y a la
vez pertenecía todos. Su asemejaba a un cruce de podenco de talla mediana, ágil
como una gineta, al que le costaba bien poco ganarse la simpatía del más
esquivo de los humanos. Su padre le había explicado que el Pelut era respetado
por todo el pueblo porque había sido el único superviviente
del naufragio de L’Esperança. Según decían, era una pequeña embarcación
de cinco metros de eslora dedicada a la pesca del palangre. La tripulación,
integrada por los tres hermanos Domènech: Fidel, Carles y el Josep María,
habían adoptado al Pelut, siendo cachorro. Un día apareció sin más en la finca
de olivos que Carles tenía a pocos quilómetros de la población. Desde el primer
momento fue considerado uno más de la tripulación y el animal se convirtió en
un auténtico lobo de mar. Decían que llegaba a predecir el tiempo y que la
noche anterior a la llegada de grandes temporales aullaba ansiosamente para dar
la voz de alarma y alertar así a sus protectores. El simpático can nunca
erraba.
Una noche fría de invierno, de
aquellas que entumecen las falanges y el alma, L’Esperança y L’avi
Miquel faenaban orla con orla. Cerca de la desembocadura del río fueron
sorprendidos por una aterradora tempestad. Las corrientes violentas de la zona
arrastraron a las embarcaciones hasta un banco de arena, donde las olas rompían
con fuerza entre la lluvia y el viento de levante.
Sin previo aviso, se comenzaron a
formar tornados por todas partes. Decían, que una de aquellas terroríficas
mangas de agua succionó a L’Esperança y la hizo naufragar. Toda la
tripulación, incluido el Pelut, quedaron en medio de aquel infierno de
relámpagos, granizo y tenebrosa oscuridad. Cuentan, que el patrón de L’avi
Miquel pudo distinguir entre la penumbra como el Pelut intentaba arrastrar
a Carles, inconsciente, hasta la orilla. Parecía como si quisiera devolverle el
favor que un día él le hizo adoptándolo. Los marineros de L’avi Miquel
no pudieron hacer nada al respecto, a pesar de intentarlo sin descanso. Ni las
condiciones climatológicas adversas ni la oscuridad se lo permitieron. A los
cinco días de la tragedia, cuando todos daban por desaparecida a la
tripulación, relatan que el Pelut llegó al pueblo completamente deshidratado.
Se tumbó en medio de la Plaza Mayor aullando sin consuelo hasta conseguir que
Aureli de Cal Maño se le acercara. El Pelut, se levantó y empezó a caminar
cerciorándose que el hombre seguía sus pasos. Cuando este se paraba él lo
imitaba. Así repetía la acción una y otra vez hasta que aquel calero[3]
tuvo claro que el Pelut lo estaba guiando hacia algún lugar.
Anduvieron juntos más de treinta
kilómetros hasta llegar a una minúscula cala cerca del delta del río donde
medio oculto por la arena localizaron el cuerpo sin vida de Carles. Su dueño
pudo ser enterrado en paz junto a los suyos. Con los restos de L’Esperança construyeron el féretro, la cruz
que presidía la tumba y una casita para el Pelut en una esquina de la plaza.
Desde aquel día el perro se convirtió en la mascota del pueblo.
Arnau nunca acababa de creerse
aquellas historias, pero le encantaba escucharlas explicadas en boca de su
padre.
La
Verge del mar entraba a puerto. No tenía más de ocho metros de eslora,
pero a Arnau le parecía el Titánic. Una proa esbelta de madera de Guinea
cortaba el mar en dirección a la playa. Hacía bastantes años que habían pintado
toda la obra muerta[4]
de azul marino. El Xatrac argumentaba que aquel color era más sufrido: la
embarcación parecía más limpia. No obstante, la cubierta siempre la pintaban de
blanco, reflejaba el calor del sol y por tanto evitaba las quemaduras en los
pies descalzos.
En la proa, el tío Vicent preparaba el
cabo para amarrar al tocar tierra. Era un hombre delgado como una anguila, de
pómulos huesudos y barba dejada; casi siempre llevaba puesta la gorra de
capitán para ocultar los cuatro pelos mal contados que le quedaban. El padre de
Arnau bromeaba con el asunto, decía que los capitanes de barco suelen tener más
cabello y más barriga.
El chaval, sudado como un lechón, finalmente
pudo llegar a la playa. Sin perder un minuto se sacó las alpargatas y metiendo
los pies en el agua empezó a gritar como un poseso.
—¡Tío! ¡Tío! ¡Tío!, el cabo, ¡lánzame
el cabo!
—¡Aparta Arnau, que va!
—Lánzalo, no te preocupes yo lo
amarro.
—¡Ojo, que va!
Con una potente brazada el tío Vicent
lanzó el cabo hacia Arnau impactando este de lleno contra su pecho provocando
la caída del Xarlet y con ella las risas ofensivas de los presentes. El chico,
totalmente mojado, se levantó enrojecido cual langostino. Como si no hubiera
sucedido percance alguno y sin mirar a nadie lo amarró al noray más cercano
mostrando una sonrisa pícara, como diciéndoles «aquí es donde se ve a los
marineros de verdad».
El padre saltó a tierra y abrazó con
tal fuerza a su hijo que este pensaba que moriría ahogado; pero le gustaba
tanto aquel instante que aun sabiendo que podría fallecer nunca lo hubiera
rechazado.
Sin haber visto el pescado, tan solo
por el olor que le llegaba, podía intuir que las capturas habían sido
importantes.
—¿Qué tal ha ido la pesca, papá?
—¿A ti que te parece, hijo?
—Pues, que hay bastante pescado azul y
por el olor a sangre diría que son atunes.
—Eres más listo que el hambre. Sí
Arnau, son atunes.
—¿Muy grandes, papa?
—Entre ocho y diez kilos.
El Xarlet, totalmente satisfecho
resopló y con una sonrisa en los labios le dijo:
—Eres el mejor, papá. Nadie puede
hacerte sombra.
El hombre, con las manos rugosas y repletas
de escamas, le acarició la cabeza como si fuera la primera vez.